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La digitalización y la irrupción de la pandemia, así como la creciente precariedad laboral manifiesta en ciertos sectores, hicieron que hace unos años se empezase a hablar, de forma habitual en la sociedad, de la implantación del teletrabajo como alternativa al trabajo convencional en la oficina. Asimismo, con la disrupción tecnológica surgieron múltiples voces del ámbito empresarial, jurídico y político defendiendo la idoneidad de la reducción de la jornada laboral semanal: la jornada laboral de cuatro días. Todo ello, unido a las crecientes necesidades de conciliación familiar y a una mayor conciencia respecto de un trabajo y un planeta sostenibles, han ido reforzando aquellas ideas y perfilándolas en aras de un futuro laboral basado en jornadas más cortas y flexibles (y apoyadas en el uso de las nuevas tecnologías), de modo que beneficien al medio ambiente (por ejemplo, mediante la reducción que esto provoca en los desplazamientos al centro de trabajo) y favorezcan la conciliación personal y familiar, repercutiendo así, entre otras cosas, en mejorar las tan bajas tasas de natalidad de nuestro país y, en general, de los países de nuestro entorno.
El teletrabajo, conforme a la Ley 10/2021, de 9 de julio, de trabajo a distancia, es un tipo específico de trabajo a distancia. Así, mientras el trabajo a distancia se caracteriza por ser aquel que se realiza en el lugar elegido por la persona trabajadora, de forma regular y durante toda o parte de la jornada laboral; el teletrabajo es aquel trabajo a distancia que se realiza «mediante el uso exclusivo o prevalente de medios y sistemas informáticos, telemáticos y de telecomunicación». Por lo tanto, todo teletrabajo es trabajo a distancia; pero no todo trabajo a distancia es teletrabajo.
Antes de que la pandemia COVID-19 apresurase este cambio que ya se venía fraguando con cierta intensidad, el teletrabajo en España era totalmente residual, con una media en 2019 del 8,4% de los trabajadores ocupados que declararon teletrabajar ocasionalmente, frente al 4,8% que dijo hacerlo durante más de la mitad de los días laborales. Con todo, estas cifras ya mostraban un incremento del teletrabajo respecto de la década anterior, con un 6% de teletrabajadores en 2009 y del 6,9% en 2014, la mayoría de ellos de carácter ocasional y no habitual o regular.
De este modo, en 2019 observamos un ligero aumento del teletrabajo ocasional, pero no del regular (considerado como tal el que se desarrolla durante más de la mitad de los días laborales); asimismo, el porcentaje de hombres que teletrabaja es superior al de mujeres (especialmente en el teletrabajo que no se realiza en el domicilio). Respecto de la naturaleza del empleo, hay mayor incidencia del teletrabajo en los autónomos y las pequeñas empresas, pero en el grupo de trabajadores asalariados se ve una tendencia al alza del teletrabajo dentro de las empresas con más de 50 trabajadores. Finalmente, la realización del teletrabajo es más frecuente entre las personas con mayor edad y nivel educativo, y es especialmente apreciable en los hogares con hijos.
Esta muestra prepandemia nos deja a la cola del teletrabajo en Europa, especialmente respecto de los países nórdicos (oscilando el teletrabajo en torno al 30%-40% de la población activa en Países Bajos, Suecia o Luxemburgo); pero también respecto de la media europea, que sitúa el porcentaje de teletrabajadores en el 14,6%, frente a ese escaso 8,4% español, siendo solamente inferior en Italia, Grecia, Lituania, Letonia, Croacia, Hungría, Chipre, Rumanía y Bulgaria.
En marzo de 2020, con la explosión de la pandemia COVID-19, estos datos se disparan por obligatoriedad manifiesta, pero no se mantienen regulares las tendencias anteriores, pudiendo apreciar cambios notables tanto en la naturaleza el empleo, como en la ratio de sexos que más teletrabaja y en la regularidad del mismo. Es importante en este punto distinguir entre el teletrabajo efecto de la pandemia, pero que luego se consolida (o que parece que así lo hace), frente al coyuntural, ya que veremos que en 2021 la tasa de teletrabajo retrocede de forma significativa.
Durante el primer semestre de 2020 el porcentaje de teletrabajadores regulares aumenta hasta un 16,2% (frente al 4,8% del año anterior) y disminuye el teletrabajo ocasional, pudiendo entender que parte de los que teletrabajan ocasionalmente, ahora lo hacen habitualmente por efecto de la pandemia. Sin embargo, ya en el segundo semestre de 2020 y durante el primer trimestre de 2021, estas tasas se reducen considerablemente, oscilando el teletrabajo habitual en torno al 10%, y recuperando el ocasional una tasa media del 4,8%.
A lo largo de 2021 esos porcentajes no varían sustancialmente, bajando el teletrabajo habitual al 9,4% durante el segundo trimestre, y al 8% en el tercero; mientras que el teletrabajo ocasional sube hasta el 5,3% en el segundo trimestre respecto al año anterior, pero cae hasta el 4,7% en el último trimestre de 2021.
Es decir, que el repunte exponencial del teletrabajo fue estrictamente coyuntural, respondiendo a las necesidades imperiosas –e imperativas– de la declaración del Estado de Alarma, pero disminuyendo a la misma velocidad tras la desaparición del mismo. Por lo tanto, si quitamos de la estadística el primer semestre de 2020 (condicionado por la declaración del Estado de Alarma), el teletrabajo, tanto habitual como ocasional, aumentó del 8,4% en 2019, al 12,7% a finales de 2021, siendo un repunte significativo, pero no tanto como se esperaba; y con previsiones de que la presencialidad se seguirá imponiendo y es posible aún que esta cifra siga bajando.
También es revelador el dato de teletrabajadores por razón de género, ya que antes de la pandemia los hombres teletrabajaban en mayor proporción que las mujeres, pero tras la COVID-19 se cambia el paradigma y quienes más teletrabajan de forma habitual son las mujeres (aunque en el teletrabajo ocasional se mantiene la paridad entre ambos sexos). Por último, respecto de la edad, quienes más teletrabajaron fueron los trabajadores comprendidos en los rangos de edad de 25 a 34 años, seguidos muy de cerca por los de 35 a 44 años, estos últimos especialmente condicionados por la necesidad del cuidado de menores. Ambos datos (sexo y edad), están íntimamente relacionados desde una perspectiva de conciliación y género, ya que las mujeres con hijos fueron uno de los colectivos que más teletrabajaron, implicando este dato que la mujer, de forma preeminente, era la que se hacía cargo del cuidado de los hijos mientras seguía trabajando desde el domicilio.
Ese sueño de la jornada laboral de cuatro días también se vio incentivado por el aumento del teletrabajo durante la pandemia y los reclamos de flexibilidad laboral y las necesidades de conciliación, pero su debate no era una cuestión nueva. Ya la I Revolución Industrial sembró el germen de una jornada más corta, al pensar que la maquinaria sustituiría a un porcentaje muy elevado de la mano de obra, si bien la realidad no fue tal. Con la digitalización y la robótica este miedo no cambió, aunque el resultado siempre era el mismo pues, en términos absolutos, se creaban más puestos de trabajos que los que se destruían (si bien muchos empleos desaparecían para dar lugar a nuevos perfiles). Por otra parte, se pensó también que jornadas más cortas permitirían repartir mejor el tiempo de trabajo y la cantidad de trabajo, siendo una posible solución en situaciones de altas tasas de desempleo.
Ahora, estos viejos miedos han reaparecido con fuerza, en respuesta a una era digital en crecimiento exponencial: avances muy rápidos y bruscos en los que algunos ven un drástico cambio en el paradigma laboral. Todo ello, unido a las demandas de flexibilidad y conciliación, dieron lugar a nuevas propuestas de la mano de ciertas empresas que, augurando una mayor productividad y una posible disminución de los gastos, empezaron a plantearse una jornada laboral de 4 días.
Esta propuesta, de la que se viene hablando en Estados Unidos desde finales de los ’80 durante la crisis del petróleo, ha cobrado interés en la postpandemia en aquel país, el cual sufre actualmente una importante revolución laboral. En un país con un modelo laboral muy diferente al español, con una tasa muy baja de desempleo, pero con una legislación laboral menos rígida y unas jornadas laborales muy largas, la COVID-19 les descubrió las virtudes del teletrabajo. Tras el reinicio de la normalidad y la recuperación económica (que fue más rápida que en Europa), se está produciendo una reestructuración del mercado laboral en un fenómeno llamado «la gran renuncia» o «la gran reestructuración», en donde se está sufriendo un abandono masivo de los puestos de trabajo** en busca de mejores condiciones horarias y de flexibilidad, queriendo preservar aquel modelo de teletrabajo que se impuso durante la pandemia. Y siguiendo esa estela, algunos Estados están realizando distintas propuestas en aras a fomentar esta jornada reducida, debiendo mencionarse el particular caso de California, que ha presentado una propuesta de ley para implantar la normalidad de la jornada de 4 días, si bien no parece tener visos de convertirse en ley debido a los escasos apoyos y a las detracciones de las patronales.
Al otro lado del Atlántico los experimentos no han sido pocos, habiendo casos y ejemplos diversos con variedad de soluciones. Por ejemplo, en Bélgica se propuso una jornada laboral de 4 días, pero sin reducción horaria, es decir, comprimir las 40 horas semanales en 4 jornadas en vez de en 5. En Escocia, a finales de 2021, el Gobierno creó un fondo para apoyar las pruebas piloto de dicho modelo, en las que se reduciría la jornada un 20% pero sin recortar salarios. En Suecia este formato empezó a probarse en 2015, implementando una semana laboral de 4 días con mantenimiento de los salarios, si bien los resultados obtenidos fueron heterogéneos y poco concluyentes, por lo que no se ha seguido con la prueba (a pesar de que algunas empresas en las que sí que funcionó la han mantenido). O en Islandia, donde se llevó a cabo un experimento similar entre 2015 y 2019 considerándose el de más éxito de todos, minorando la jornada a 35 horas semanales sin reducción de sueldos y viéndose mejoradas la productividad y la sensación de bienestar de los empleados, aunque dicha prueba solamente se llevó a cabo entre funcionarios de distintos sectores, pero no en la empresa privada.
Por su parte, en España también se han realizado intentos de implantar la reducción de jornada en diversas empresas privadas, y hasta el Gobierno se ha hecho eco de dichas propuestas. Así, Telefónica llevó a cabo a principios de este año un proyecto piloto denominado «semana flexible bonificada», en la que participaron 150 empleados y en donde, en este caso, la medida sí que implicaba una reducción de la jornada semanal de 37,5 a 32 horas con una disminución consecuente del salario, si bien la empresa bonificaba e 20% de la misma (el salario afectado real se veía minorado en un 16%). Dicho proyecto fue ampliado en verano, pero ya como medida de adscripción voluntaria para el resto de trabajadores de la compañía –que tiene una plantilla de alrededor de 18.000–, siendo la misma un completo fracaso, pues a los 150 del proyecto piloto apenas se unieron unas escasas decenas de empleados.
Mercadona también implantó la semana de 4 días a comienzos de la pandemia (mayo de 2020), con turnos de 9 horas y libranzas de tres días consecutivos, reduciendo la jornada de 40 a 36 horas semanales y asumiendo la empresa el coste de esas horas. Sin embargo, la medida duró apenas un mes, pues tenía carácter excepcional y extraordinario y únicamente respondía al estado de pandemia, de modo que, el 1 de junio, se reestablecía la jornada ordinaria anterior. Por lo que, aunque este no fue un experimento destinado ad hoc a probar esta medida, parece que los resultados tampoco fueron lo suficientemente atractivos como plantearse su continuación.
También la empresa de moda Desigual, en octubre de 2021, lazó una propuesta a su personal de oficina –unos 500 trabajadores de las oficinas centrales de Barcelona–para reducirles la jornada a cuatro días semanales (con opción, además, de un día de teletrabajo), con una reducción salarial del 6,5%. La misma fue respalda con un apabullante 86% de los votos de los a favor, frente al 60% mínimo que exigía la empresa para sacar adelante la medida. En mayo de 2022, una encuesta interna de la compañía para evaluar la medida parece confirmar su éxito, pues la mayoría de los empleados afirma que la misma ha mejorado su vida personal y familiar.
Finalmente, del lado del Gobierno se trabaja ya en una medida contenida en los Presupuestos de 2022 para subvencionar a las empresas que establezcan esta jornada reducida, pero sin reducir a su vez el salario, con una dotación inicial de 10 millones de euros para el primer año, y ampliable para los siguientes. Y en la misma estela se alza la Comunidad Valenciana a través de la Dirección General de Trabajo, donde el pasado agosto se publicaron las ayudas para aquellas empresas que reduzcan su jornada laboral a 32 horas semanales sin reducción de sueldo; eso sí, la medida valenciana estará vinculada a un mínimo de reducciones (20% o 30% según el tamaño de la plantilla) y las empresas deberán demostrar paridad de sexos en su implantación. La cuantía subvencionada por empleado rondará los 10.000 euros repartidos en un período de 3 años siendo, para el primer año, de casi 5.500 euros por trabajador beneficiado, de unos 2.700 el segundo año, y cerca de los 1.400 para el tercero.
Cuando hablamos de implantar medidas como el teletrabajo o la reducción de jornada no lo hacemos de forma aislada, ni como resultado de un planteamiento concreto, sino que es la materialización de un cambio de mentalidad en una sociedad que demanda con más ahínco que nunca la flexibilidad laboral para hacer frente a una vida familiar con múltiples necesidades, las cuales abarcan desde los cuidados (no solamente de los hijos, sino también de los mayores que se tienen a cargo en una sociedad cada vez más envejecida), hasta el ocio (ya no queremos vivir para trabajar, sino que queremos pasar tiempo de calidad y en cantidad); y todo eso sin olvidar los nuevos roles en las labores domésticas y el trabajo, donde ambos se pretenden compartidos en una tarea aún por superar y difícil conseguir cuando la conciliación es tan complicada.
Por otra parte, las necesidades de conciliación no son la única causa de estos reclamos de flexibilidad. La mentalidad que ya vemos muy instaurada en las nuevas generaciones defiende otros valores sociales y medioambientales que antes prácticamente no existían. Las empresas que proponen medidas sostenibles son mejor consideradas y, por lo tanto, más rentables; asimismo, la captación del talento por parte de las grandes empresas ya no está tan ligada a los altos salarios, sino que el talento –sobre todo el joven–, ahora reclama esa calidad de vida que les permite trabajar y disfrutar. Y las nuevas tecnologías hacen posible que ambos conceptos se combinen, pues, por un lado, permiten realizar ciertos trabajos desde cualquier lugar y abren la posibilidad de que el trabajador disponga de sus horarios como mejor le convenga, siempre que cumpla con los objetivos o con las horas designadas, siendo sencillo el control de jornada o registro de horas de trabajo a través de diversas herramientas informáticas. Por otro lado, el teletrabajo ahorra costes de desplazamiento a los trabajadores, y de instalaciones y servicios a las empresas: con ello se reduce la huella de carbono, tanto por el menor uso de cualquier transporte, como por el menor gasto energético de las oficinas (aire acondicionado o calefacción, ordenadores, impresoras, consumo de papel…). Y eso sin contar la reducción asociada a otros gastos empresariales, especialmente en determinadas empresas de ciertas dimensiones, como servicios de limpieza, comidas y bebidas a disposición de la platilla, ayudas al desplazamiento, etc.
Pero, aunque todo parecen ser virtudes y facilidades, la realidad es que el cambio está siendo mucho más lento de lo esperado. Con la llegada de la pandemia y al grito de «saldremos mejor», el teletrabajo y la flexibilidad laboral se veía al alcance la mano, y casi se dio por hecho que, de todas las medidas implantadas durante la crisis sanitaria, un alto porcentaje de ellas se perpetuaría y asentaría en el mundo laboral. Sin embargo, diversos han sido los factores que han impedido este salto, retrocediendo en lo avanzado hasta niveles muy similares –e incluso menores en algunos casos– a los prepandemia. Para empezar, ese mencionado cambio de mentalidad no es absoluto, sino que está focalizado en la población más joven, pues en las instituciones más clásicas y dirigidas por personas de cierta edad, perfil o educación, la presencialidad laboral es ineludible: es la insuperable necesidad de que el trabajador esté en las instalaciones de la empresa, en su puesto y durante sus horas (aunque no haya trabajo efectivo). Asimismo, que durante la pandemia el teletrabajo fuera más demandado por las mujeres no hace más que perpetuar ese rol de géneros clásicos, en detrimento del femenino, al estar, precisamente, especialmente valorado, que el trabajador haya seguido yendo al trabajo «a pesar de la pandemia». Son formas de pensar arcaicas y muy arraigadas, difícilmente salvables.
Por otra parte, la complejidad del cambio no reside solo en el sector empresarial, pues los propios trabajadores se muestran también objetores de algunas de estas medidas al estar terriblemente condicionados por sus circunstancias. Así, en los trabajos menos cualificados y con menores salarios, renunciar a una parte del sueldo, aún ganando en calidad de vida, no es una opción viable, especialmente en estos momentos de crisis: la pandemia, la guerra, la subida del precio de la energía y del petróleo, de los tipos de interés, de los precios de la alimentación, el temor al desabastecimiento, el elevado precio de la vivienda… Por lo tanto, en franjas salariales elevadas la renuncia a una parte del salario compensa la mejora de las condiciones personales, pero por debajo de ciertas cuantías no es algo que ni tan siquiera se pueda tener en consideración.
Con todo, de las pocas cosas buenas que hemos sacado de la pandemia, es que los rápidos y bruscos cambios en materia de teletrabajo –aunque luego no se hayan mantenido–, nos han demostrado que se pueden llevar a cabo con bastante eficacia y sin grandes dificultades (más allá de necesitar una normativa laboral algo más desarrollada en determinados aspectos, como la prevención de riesgos laborales en el teletrabajo, entre otras). Y esas voces que pedían flexibilidad, conciliación, teletrabajo o sostenibilidad no se han apagado, a pesar de haber vuelto al modelo anterior; esas voces suenan cada vez más altas y entre los sectores más jóvenes y, lo que es más importante, entre los jóvenes con talento, que ahora se ven con grandes capacidades de negociación a la hora de elegir empresa, impulsando con fuerza este cambio que, seguramente, sea un cambio obligado en la sociedad en la que vivimos. Aunque no lo será tan a corto plazo como los habíamos imaginado.
Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad, Universidad Carlos III de Madrid
* Todos los datos estadísticos nacionales extraídos del INE-EPA 2019, 2020, 2021; y los europeos del Eurostat-(Labor Force Survey, 2018-2021).
** En 2021, más de 38 millones de trabajadores han abandonado voluntariamente su empleo en EE.UU., lo que equivale a una renuncia aproximada del 3% del total de empleados cada mes (datos acumulados de la JOLTS -Encuesta de Vacantes y Rotación Laboral-). Los datos son esclarecedores y muestran cifras récords de renuncia laboral.
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