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Cuando hablamos de downsizing tenemos que buscar su origen en la década de los setenta, en la industria automovilística americana donde fue una forma más de reorganizar una empresa para mantener la competitividad. El downsizing consiste básicamente en una reducción de plantilla como estrategia para lograr el tamaño organizacional óptimo. Es habitual que este reajuste produzca también cambios significativos en reducción salarial y aumento de cargas laborales con el objetivo de incrementar la eficiencia o competitividad de la empresa.
No podemos hablar de downsizing sin relacionarlo brevemente con tres conceptos clave de las organizaciones autodenominadas modernas: “ciclo del fracaso”, “enfoque utilitarista” y “dependencia organizativa”.
Schlesinger y Heskett (1991), manifestaron que las organizaciones operan con una mentalidad de ciclo de fracaso. “La mano de obra es una fuente sacrificable y renovable y éstas crean un conjunto de empleados deficientes y nada motivados, a quienes no les importa en lo mínimo la satisfacción del cliente”.
El “enfoque utilitarista” que persiguen algunas organizaciones es un bien meramente instrumental, es decir, un bien que solo está en referencia a otras cosas, y nunca un bien en sí mismo. Podríamos aplicar el término considerando que hay organizaciones en las que los directivos no dirigen a sus empleados buscando su mejor desempeño y también su desarrollo personal, sino que más bien les ordenan realizar tareas para generar resultados o eficiencia, sin importar qué ocurre con ellos al acabar su trabajo.
El tercer concepto de “dependencia organizativa” nos lo aporta Douillet y Aptel (2001) y se acuñó para describir una situación en la que el empleado se ve totalmente limitado por el ritmo de la línea de producción y no tiene libertad, por ejemplo, para decidir cuándo desea tomarse un descanso o hacer una breve pausa en su trabajo. Estas formas tan restrictivas de organización del trabajo están muy extendidas en las economías modernas, tanto en los sectores industriales como en los de servicios. Los conceptos de “producción ajustada” y otras formas similares de gestión de la producción se han visto frecuentemente reflejados en un aumento de las restricciones de tiempo, que afectan directamente al puesto de trabajo, y en la necesidad de efectuar una mayor concentración de movimientos, al eliminarse el trabajo en progreso y las oportunidades de adaptar la actividad en cada caso.
Pues bien, la rigurosa aplicación de estos conceptos y la crisis sanitaria de la Covid-19 nos lleva irremediablemente a un reajuste a nivel laboral y social que deriva en cierres de empresas, muchos ERTE y despidos individuales, o lo que es lo mismo, efectos psicosociales de diverso grado en una población trabajadora segregada en: despedidos y supervivientes del downsizing.
Un estudio realizado en Finlandia en 2004 y liderado por Jussi Vahtera de la Finnish Institute of Occupational Health (FIOSH) nos demostraba que la reducción de plantilla en tiempos de crisis aumenta significativamente las bajas por enfermedad y las muertes debidas a patologías cardiovasculares se duplican entre los empleados que conservan su empleo. Otras fuentes también aseguran que el downsizing es fuente de estrés laboral y tiene como consecuencias ansiedad, insatisfacción laboral y depresión. Y el antropólogo Joan Merino (2009) nos habla de sus efectos colaterales: insomnio, pensamientos obsesivos, pérdida de apetito, astenia, indecisión, dificultad para la concentración, fatiga, irritabilidad, nerviosismo, disfunciones menstruales, cefaleas y problemas gástricos.
El downsizing también puede proponerse como un retiro voluntario o forzar a los trabajadores a renunciar, lo cual evidentemente afectará el clima organizacional teniendo efectos psicosociales en los empleados como puede ser: bajar el compromiso de los trabajadores, incremento del ausentismo, impuntualidad o rechazo de las tareas asignadas, etc.
Así pues, por un lado, tenemos los supervivientes, que tendrán miedo a perder su puesto de trabajo y ello les llevará, consciente o inconscientemente, a un menor compromiso organizacional y una menor productividad. Los vínculos sociales que se crean en el trabajo hacen que los supervivientes reaccionen negativamente al despido de sus amigos y esta reacción se incrementa en los trabajadores antiguos. Los supervivientes padecen estrés laboral, confusión y crean sentimientos negativos hacia la empresa y disminuyen la productividad y las relaciones positivas con los directivos. Los estudios indican que los supervivientes sufren un incremento de problemas de salud. Pero, aunque parezca una paradoja, el superviviente reacciona positivamente cuando estos despidos recaen sobre compañeros con los que no mantiene lazos de amistad y que tienen una posición laboral equivalente a la suya, eliminando su competencia. La lectura “amable” del downsizing, hace que, pese a todo, esa inseguridad laboral influye positivamente en comportamientos innovadores de algunos supervivientes. ¿La necesidad agudiza el ingenio?
Y por otro lado tenemos a los despedidos, que como nos muestra el profesor de la Universidad de Helsinki, Mika Kimimäki (2003), también presentan problemas de salud que afectan además a sus relaciones sociales y familiares. Los despedidos pierden su habilidad a hacer frente a situaciones que en momentos nos parecerían simples. Los efectos adversos no son solamente a nivel económico, los despedidos se sienten inútiles, impotentes y frustrados, presentan problemas de autoestima y de adaptación social creando sentimiento de culpabilidad. El despedido pierde su integridad.
Hay que prestar mucha atención a esta vieja segregación de despedidos y supervivientes. El efecto downsizing en las empresas, la situación actual y su estigmatización hace que los efectos psicosociales de esta población se conviertan en permanentes.
Iván Ciudad-Valls
Prevencionista y profesor, Universitat Oberta de Catalunya
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